lunes

Hoy discutí con un cliente en el trabajo. De una boludez se creó una discusión y en medio de la discusión me gritó puto. Y no dejé de levantar la voz ni de decirle la primer palabra degradante que se me ocurrió, pero desde que me gritó en la puerta sentí que ninguna otra cosa que yo le dijera le iba a poder hacer llegar de vuelta el odio con el que me gritó él a mí. Al contrario, sentí que perdía fuerzas. No quería discutir más, me hubiese quedado callado con tal de que se fuera, lo único que me mantuvo gritando fue el orgullo y la fuerza ciega de negarme a perder o a que su grito tapara el mío.
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Me pone muy triste la situación. Uno viene medio en una burbuja, yendo a las marchas por ejemplo, al Congreso, hablando con una convicción enorme sobre los derechos y sobre la discriminación y de golpe cuando pasan estas cosas, cuando ves con tus propios ojos el desprecio con el que se les transforma la cara y te tratan de puto, es como si te trajeran a la realidad de una trompada, al odio de verdad, no al que te cuentan o al que uno asume que existe y que es real.
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Me pasé el día entero medio raro, dividido entre el enojo y la tristeza, poniendo en una balanza, cuestionándomelo todo, si tenía que haber peleado a los golpes, si hice bien en evitar, si me callé poco o me callé de más. Hablándome para adentro, mirando por la ventana. Y viajando en el tren a la noche, ya de vuelta a casa, no pude sacarle la mirada de encima a un hombre que iba parado en una esquina del vagón con el hijo en brazos. El nene ya era grande, venía dormido, uno podría imaginarse miles de lugares de los cuales pordrían estar volviendo en ese tren el padre y el nene exhausto, muerto de sueño, abrazado al padre que hacía lo imposible para mantenerse de pie. Me dió verguenza no haberlos visto antes y no haberles dado el asiento y aún así, pensando en eso, esperé. No lo hice a propósito, sólo me quedé mirándolos y no reaccioné.
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El hombre acariciaba al niño todo el tiempo como si lo hubiese recuperado justo en ese momento después de haberlo perdido. No creo haber visto nunca un padre acariciar tanto a su hijo. Le daba besos en la frente, le sostenía la espalda, le arreglaba el pelo, le descubría la cara y el niño, que de vez en cuando volvía del sueño, abrazaba al padre con la misma entrega, también, como quien vuelve a un refugio después de estar perdido. Le hice un gesto con la mano y le ofrecí el asiento y en la puerta del vagón, a punto de bajar, sentí que para mí ese momento y la discusión de la mañana tenían que ver la una con la otra. Me aclaré la voz con la mirada pegada al suelo, tratando de disimular, y lloré por todo, por lo de siempre y por lo de hoy, con la misma angustia y la misma incertidumbre con la que hubiese llorado ese nene, justo antes de sentirse encontrado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te entiendo perfectamente. El tema de la discriminación y el odio es algo que muchas veces vemos como algo externo. Nos aferramos a pensar que es algo que les pasa a otros gays, a otras personas y no a nosotros.

No se si será que me han tocado situaciones menos jodidas y si seré muy respondón, pero cuando me gritan puto en una discución lo meto adentro mío, lo sacó y respondo: "si, soy puto". Y lo internalizo de forma buena, y no como un insulto.

Igual, todo lo que contaste después, por cómo lo contaste, me dejó ver (a mi parecer) que te afectó mucho y que te sensibilizó.