sábado

Mamá siempre dice que la primera vez que me tuvo en sus brazos se asustó. Que yo era feo, feísimo, que era largo y violeta, y que tenía la cabeza enorme y larga, como un cono. Que el parto casi la mata, que el cordón umbilical se me había enredado en el cuello y que nací ahogado, en el último minuto, ya casi sin oxígeno. Las reuniones con amigos son el mejor lugar para contar esta historia, primero los hace reír a todos y después cuando me ve la cara seria grita y dice que mentira, que ella igual me ama y que soy la luz de sus ojos. Feíto y todo.
Después de nacer violeta y ahogado fui asmático. Y después medio mariconcito. Y después tartamudo. Me llevaron al foniatra más veces de las que se lleva a un hospital a un niño normal, me hicieron acupuntura y me pasé un montón de horas frente al espejo todas las noches después de cenar haciendo ejercicios estúpidos de relajación y modulación. Pero a mí siempre me traicionaban los nervios en el vivo, nunca en el backstage. No importa cuántos ejercicios de modulación hiciera, cuando me ponían frente a la gente y el miedo me llenaba de adrenalina no había modulación ni relajación ni ocho cuarto que me dejara desencallar la lengua del hueco en el que se me metía. Ni siquiera era la lengua, a mí lo que se me trababa eran las palabras, como si se me quedaran atrapadas todas en una red a medio camino. Entonces hacía fuerza con la cabeza, y con los pies, y me estrangulaba por dentro, y me contraía todo y movía el cuerpo buscando el movimiento que me sirviera de arranque, de cuchillo, y me liberara las palabras de la red en la garganta. Todo esa lucha lo único que lograba era hacerme ver raro, como un niño discapacitado agonizando.
Una vez me hicieron leer en la escuela. Era un poema, me acuerdo del dibujo del libro, unos pájaros, creo que palomas, y a la derecha estaba todo ese poema larguísimo escrito. Lo leí muchísimas veces antes de que me tocara hacerlo en voz alta y ahora me parece terrible que me hiciera tanto daño algo tan bonito. Ese día teníamos que leer todos. Supongo que hubiese podido pedir ir al baño y escaparme corriendo hasta mi casa, encerrarme a llorar hasta que me dolieran los ojos o hacerme el muerto en medio de la clase, pero era tartamudo, no muy creativo.
Me quedé, en cambio. Esperé muerto de miedo a que se escuchara mi nombre como una condena de muerte y todo el aula me mirara. No recuerdo caras, ni sonidos ni ninguna otra cosa que no fuera el miedo golpeándome la sien como un martillo, por dentro. Abrí la boca y enmudecí. No lloré, pero me tiré arriba del libro como a un río, de cabeza, contra todas esas palabras y no sé a dónde me fui, pero no escuché más nada. Me despertó el timbre del recreo y escuché las sillas chillando y cómo el aula se iba quedando vacía. Levanté la cabeza llena de sudor, cerré el libro y me quedé ahí mirando lo que sea. El vacío. Inmutable, como si nada hubiera pasado.
La gente me pregunta a veces por qué escribo y por qué me gusta tanto la fotografía. A la gente le gusta creer que el arte te convierte en un genio, que te conecta con lo divino, que te separa de ellos. Yo creo que no hay don en el arte, no existe tal cosa. Para mí no es más que una habilidad trabajada de manera obsesiva, durante años, con el único fin de sustituir una gran falta. El deseo profundo de recitar ese poema que hablaba de pájaros, con lo que sea si no es con la palabra.
Soy el niño de la verguenza. Tengo la cara metida en ese libro, en ese aula, desde aquel día. Mi vida es un ejercicio infinito, una búsqueda insesante de artilugios para desenredarme como sea la maraña de anclas que me hunden dentro de mí mismo, desde la garganta.

1 comentario:

Él. dijo...

Justo hoy pensaba en la escuela, la vergüenza que había pasado, lo feo que fue.
Pero no te mejoraron las cosas, ahora?
Vergüenza.

Vos sos de esos que pueden ser re valientes. Genial.