lunes

Anoche subí al colectivo y me paré al lado de un chico que cuando vió que me acercaba me miró y bajó la mirada enseguida, sonriendo. Lo miré por el reflejo de la ventanilla que teníamos enfrente: flechazo, dolor en el pecho. Su mano derecha y la mía izquierda coincidían en el mismo asiento; la suya arriba, la mía un poco más abajo. En ese espacio sentí que se juntaba la energía de todas las cosas, de todo, absolutamente todo, lo que existe en el universo. La mano se me quería mover sola, me tenía que contener de sobremanera. Toda esa censura me parecía recontra violenta, yo contra mi propio cuerpo. El colectivo nos agitaba a veces y ese estremecimiento lo obligaba a bajar la mano un poco más, se acortaba esa distancia, sin querer o queriendo. Después de un rato se desocuparon tres asientos del fondo y él se sentó. ¿Era demasiado si iba yo también y me sentaba con él? No me animé a seguirlo. No pude. Me dió terror. No hubiese sabido qué hacer con todas las cosas del mundo si en un ataque de valentía me miraba a los ojos, directo. Se bajó a unas cuadras. Me quedé un rato larguísimo mirando para afuera. Mudo.

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