miércoles

Anoche tuve un sueño de lo más extraño. Abrí los ojos de repente como quien despierta dentro de un sopor espeso y todo a mí alrededor era negro. Negro. Mi cuerpo entero era invisible, incluso para mí mismo. A medida que despertaba con más lucidez al sueño cientos de capas de sonidos se fueron desplegando en movimientos suaves, como alfombras,  desenrollándose desde donde yo estaba hacia lo más negro de lo negro. Luego algunas de esas alfombras constructoras de sentido también revelaron olores. Y hacía calor. Y era un bosque. En las capas más bajas de esos niveles de sonido todo estaba repleto de chicharras. En mis oídos zumbaban élitros de todo tipo, iban y venían libélulas y abejas, y moscas y escarabajos voladores y mariposas. En un estanque cercano las ranas invadían las orillas, unas arriba de otras en un amplexus humanoide aterrador, y copulaban y gemían al unísono, y al unísono estiraban sus lenguas pegajosas y cazaban grillos y se los comían. Y había pájaros que cantaban y serpientes que se arrastraban bajo los pastos altos en busca de los pichones heridos que los pájaros tiraban de sus nidos. Cada hueso que crujía era el eco de un huevo que eclosionaba a unos pasos de distancia. El olor era dulce como la paja quemada o terrible, como el hedor de un animal muerto. De vez en cuando, entonces, un destello tornasolado del lomo de un animal hacía chispa en algún lugar del bosque negro y aquella luz fugaz rajaba durante algunos instantes el velo de la oniria. Me miraron de repente los ojos de un niño desde el claro de un fanguizal, sofocado, con el cuello en la boca de un animal sin cara. Pestañeó una sola vez justo antes de que el apagón volviera a desaparecerlo todo. El niño era igual a mí. Una mariposa le lamía un hilo de sangre brillante y rojo que le atravesaba la frente.

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