
Sin embargo, una tarde las cosas ocurrieron de otra manera. Los hermanos polacos y su institutriz no estaban en el comedor, y Aschenbach lo había observado con pena. Después de cenar, muy inquieto por tal ausencia, salió del hotel a pasear cerca de la terraza, cuando de pronto, a la luz de los faroles, vió aparecer a las cuatro hermanas con su atavío monjil, a la institutriz y a Tadrio, éste unos pasos detrás. Sin duda volvían del desembarcadero y habíanse quedado a cenar, por algún motivo, en la ciudad. En el mar hacía fresco; Tadrio llevaba una casaca de marinero con botones dorados y su gorra correspondiente. El sol y el aire marino no había tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo de siempre, pero en aquel instante parecía más pálido que de ordinario, quizás a consecuencia del fresco o por el resplandor de los faroles. Sus cejas, armónicas, parecían delineadas más escuetamente y sus ojos eran muy oscuros. Era aquello de una indecible belleza y Aschenbach sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera sólo capaz de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla.
Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa y la admiración. En aquel instante fue cuando Tadrio le sonrío. Le sonrío expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua: aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente atormentada, transformada y transformadora.
Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente que se vió obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente indignas y tiernas al mismo tiempo: ¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie! Se arrojó en un banco y, fuera de sí, aspiró el aroma nocturno de las plantas.
Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa y la admiración. En aquel instante fue cuando Tadrio le sonrío. Le sonrío expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua: aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente atormentada, transformada y transformadora.
Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente que se vió obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente indignas y tiernas al mismo tiempo: ¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie! Se arrojó en un banco y, fuera de sí, aspiró el aroma nocturno de las plantas.
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